MARRUECOS 2023.- Llegamos a la costa

 

Hoy sí que hemos descansado, yo al menos. Llegamos derrotados a la habitación y tardé poco en apagar el libro electrónico y cerrar los ojos, pero es que el cansancio acumulado era considerable. Recuerdo mi primera estancia en Marrakech cuando vine con Rosa y la ciudad me gustó mucho, así que me voy con algo de pena al no haberla podido disfrutar un poco más, pero, ¿Qué le vamos a hacer?, las cosas han salido así.

Bajamos a desayunar y damos cuenta de una abundante variedad de manjares a medio camino entre el gusto occidental y los productos típicos de la zona que nuestra anfitriona nos sirve a demanda. Es agradable empezar así el día, sentado en torno a una mesa todos los amigos riendo y planificando la jornada.

Nuestro destino de hoy es la ciudad costera de Essaouira que está a unos ciento ochenta kilómetros de Marrakech. En un principio había programado una ruta para conocer el valle de Ourika, pero las diferentes vicisitudes del viaje nos han hecho desistir de esa idea y optamos por tirar directos a destino y aprovechar para conocer con tranquilidad la ciudad, y con esa idea y más relajados que si tuviéramos una gran ruta por delante, terminamos de recoger nuestras cosas y bajamos las maletas.

Para nuestra tranquilidad las motos y su guardián siguen en su sitio y en un momento nos convertimos en la atracción de la zona mientras lo ponemos todo en su sitio y arrancamos motores. La salida en dirección a las principales vías de la ciudad no puede ser diferente a la llegada con el añadido de que, en vez de una, ahora vamos cinco motos muy grandes por callejuelas estrechas y mezclándonos con el enjambre de motos y peatones. Ya con esos primeros kilómetros una sonrisa asoma a mi cara disfrutando de la experiencia y me convenzo de que tengo que volver en moto a Marruecos.

Igual que la entrada, la salida en dirección Essaouira por la N8 es una sucesión de polígonos industriales con las más variopintas ofertas comerciales. Tiendas de puertas de coche, obviamente de segunda o quinta mano, barreños de plástico de diferentes colores, ropa, menaje, alimentación… Hay de todo sin un orden aparente.

Cuando vamos alejándonos de la ciudad los comercios se distancian y poco a poco vamos viendo el paisaje tras los edificios. No es una ruta muy entretenida que se diga, ya que la carretera que une ambas capitales es una inmensa recta que atraviesa un páramo seco salpicada de algunos pueblos y en la que volvemos a encontrarnos los burros y la suciedad. Por cierto, uno de esos simpáticos cuadrúpedos descansa despanzurrado entre el arcén y parte del carril tras haber sido atropellado por algún vehículo. Nadie lo recoge ni se señaliza el peligro, lo que nos confirma dos cosas, primero que estos bichos campan a sus anchas y no están amarrados, y segundo, que aquí cada uno va a lo suyo y tenemos que incrementar la atención en ruta.

A medio camino paramos a repostar y tomar un refresco porque la temperatura va avanzando y en menos de cinco minutos nos vemos rodeados de una enorme chiquillería que no deja de tocar todos los botones de las motos, se suben a ellas y nos piden de todo. No sabemos de dónde han podido salir tan rápido ni por qué no están en el colegio, pero nos resulta un poco chocante la experiencia. Tras reírnos un rato con ellos seguimos nuestro camino hasta que un rato después vemos el azul del atlántico de fondo.



Llegamos al parking que nos han indicado en el riad y nos encontramos con un cocherón destartalado en el que se amontonan vehículos de todo tipo y antigüedad. Una vez más nos miramos sorprendidos a la vez que nos reímos de la situación. Ya estamos acostumbrados, pero en España seguro que no dejaríamos allí nuestras motos. Le decimos al marroquí que parece el encargado que vamos al riad y éste inmediatamente llama al establecimiento para decir que estamos allí y pedir que manden a un mozo para hacerse cargo de nuestras maletas. Increíble pero cierto.

Así, mientras esperamos desmontamos tranquilamente las maletas y para nuestra sorpresa encontramos justo al lado del parking una especie de bodega en la que nos venden unas latas de cerveza que tenemos que bebernos escondidas en bolsas de cartón al más puro estilo de las películas americanas. La verdad es que por la hora y lo inesperado de la situación la cerveza nos sabe a gloria y cuando llega el chaval de riad con un carromato metemos todas las maletas y nos dejamos llevar mientras nos reímos de todo y de todos.

La primera impresión que nos ofrece la ciudad es lamentable. No se puede decir que los callejones por los que discurrimos sean decadentes. Son una cochambre entre escombros y mierda que unido al pestazo de una ciudad portuaria nos hace temer lo peor. Los edificios son casi ruinas y se ve que por allí no ha pasado un escuadrón de limpieza en años. Parece todo abandonado y no se ve un alma por la calle.



Al final llegamos a nuestro destino en una de esas callejuelas, pero tras una puertecilla bastante cutre encontramos un agradable establecimiento en el que la dueña nos recibe con alegría y un te con pastas para refrescarnos. Las habitaciones son sencillas pero dignas y tras la ducha y ponernos ropa de calle salimos a dar una vuelta y buscar un sitio para comer algo, preocupados por lo que hemos visto a la llegada.

Siguiendo las instrucciones de nuestra anfitriona vamos acercándonos a la zona más comercial de la ciudad y aunque el abandono y la suciedad siguen iguales, ya se respira otro ambiente. Llegamos a la zona comercial de la medina y empezamos a integrarnos en el ambiente, mucho más auténtico que el de Marrakech al ser menos turística. Entramos en un mercado en el que los aromas a pescado y las diferentes especias se mezcla con los desechos de la jornada y te abofetea inmisericordemente. Este olor tan característico de Marruecos que no te puedes sacar de la memoria y que lo adoras o lo odias. En el grupo tenemos ejemplos de los dos sentimientos.

Paseamos tranquilamente dejando las posibles compras para después de comer y descubrimos una coqueta ciudad de provincias con unas murallas y paseo marítimo muy agradables. Buscamos un restaurante fuera de la medina al gusto occidental para poder comer algo de pescado y tras varios intentos por fin encontramos un sitio bien surtido de cervezas y peces que nos permite descansar y reponer fuerzas cerca del mar.  En la sobremesa decidimos que unos cuantos vamos a ir a un hamman a que nos den un masaje, así que volvemos al riad, unos a cambiarnos y otros a quedarse descansando un rato.











Con una sonrisa en la cara nos dirigimos Salva, Manolo, Pepe y yo al hamman donde tenemos cita para un baño y masaje. En un primer momento nos sorprende la aparente calidad del establecimiento con unas instalaciones y decoración muy parecidas a las que estamos acostumbrados en Europa, signo de que no es un establecimiento para locales. Con mucha amabilidad nos ofrecen el catálogo de servicios que ofrece y tras elegir el paquete completo, con baño y masaje, nos acompañan a unos vestuarios donde nos piden que nos desnudemos y nos vistamos con una especie de calzoncillos de papel como toda indumentaria. Al poco nos acompañan a una sala de baño básica compuesta por una fuente de agua y unos poyetes de granito pegados a la pared donde nos piden que nos tumbemos y sobre los que, sin previo aviso, empiezan a pegarnos cubetazos de agua caliente, muy caliente, sin orden ni sentido. Tras baldearnos a gusto las concienzudas operarias empiezan a desollarnos con guantes de crin consiguiendo aligerar en bastantes milímetros la espesura de nuestra piel con el consiguiente enrojecimiento que todos empezamos a presentar, hasta que uno a uno nos pasan a un taburete en el centro de la estancia donde los cubetazos alcanzan cotas y ubicaciones insospechadas hasta unos minutos antes con la cara de sorpresa de unos y el regocijo generalizado del resto. Por último, nos lavan la cabeza y nos vuelven a enjuagar a base de barreño y nos pasan a otra sala con camillas para el masaje.

Nos sorprende que separen el grupo y lleven a Salva por un lado y al resto a otra sala. Nos miramos sorprendidos y nos preguntamos si él habrá contratado un servicio diferente, pero esa será la gran incógnita que nos acompañe el resto del viaje. Al poco de acomodarnos cada uno en una camilla hacen su entrada tres masajistas que empiezan a desplegar su arte de forma muy eficaz y silenciosa con una luz tenue y unas velas de fondo que junto con el aceite que emplean para las friegas inundan la estancia de aromas orientales.

El masaje es muy relajante y se agradece después de la mano de kilómetros que llevan nuestros huesos en los últimos días. Poco a poco la relajación te lleva a evadirte de esa estancia y a sumergirte en un mundo semi onírico en el que pasas revista a los últimos acontecimientos tanto del viaje como de tu vida misma, llegando a ese punto místico en el que estás a punto de resolver los más antiguos problemas de la humanidad hasta que una leve risita de la masajista te saca de tus ensoñaciones.

No puede ser. Estas chicas tan eficientes y calladitas no pueden estar riéndose. Será una ensoñación mía, piensas, pero aún así prestas atención abandonando definitivamente tus pensamientos internos. Efectivamente vuelven a reírse muy bajito. Esa risa pudorosa que aflora en los peores momentos en que sabes que no te puedes reir y que intentas disimular. Pero tras las risitas, y cada vez con más protagonismo, identifico otro sonido que en el fondo de mi imaginación creo reconocer.

Lo reconozco. Vaya si lo reconozco. En no pocas noches me ha acompañado ese sonido que cada vez se hace más potente y continuado provocando la hilaridad de las masajistas.

Es tan relajante la situación que nuestro amigo Pepe se ha quedado profundamente dormido y ha empezado a roncar como si estuviera en su cama. Lo peor de todo es que en este preciso momento el masaje, al menos a mi, nos lo están haciendo en el cuello y parte de la cara. ¿Cómo puede no ya sólo roncar, sino incluso dormir este tío si le están tocando la cara?

Al poco la sesión termina y las muchachas se marchan avergonzadas dejándonos a los tres en una situación lindante entre la vergüenza, la risa y la incredulidad por la siesta que se ha pegado nuestro compañero. Se ha dormido profundamente y le está costando volver a la realidad, pero por lo menos lo ha disfrutado. Por lo menos no nos pone excusas y reconoce los hechos con satisfacción.



Nos vestimos y salimos a la calle sin Salva que al parecer hace rato que se ha marchado lo que nos reafirma en la creencia del servicio diferente que ha debido contratar. Deambulamos un rato entre las callejuelas y hacemos algunas compras mientras vamos hacia el hotel donde, una vez todos juntos, Salva nos recomienda que visitemos una zona comercial que ha descubierto (de su tratamiento no nos cuenta nada) en la que al parecer hay una gran variedad de tiendas y productos, y allá que nos vamos para aprovisionarnos de recuerdos y regalos para la familia.

Después de una ardua sesión de regateo y negociación salimos cargados con bolsas para ver el atardecer desde el espigón donde pasamos un rato estupendo. Hay mucha vida en este pueblo. Las familias enteras salen a pasear y ver el mar y se respira paz y felicidad por todos lados. En estos momentos te das cuenta que por mucha diferencia cultural, religiosa o económica que haya entre los dos pueblos, en el fondo todos queremos lo mismo. Tener una familia, criar a nuestros hijos y ofrecerles el mejor mundo posible. ¿Cuándo se darán cuenta nuestros gobernantes?












Tras el paseo y sesión de fotos, y previa ingesta de unas cervezas acompañadas de música en vivo que nos cobran a precio de oro en un local de gusto europeo fuera de la medina, decidimos cenar en una agradable terracita para público local donde me como un kebab increíble y por el que pagamos una cantidad casi indecente. Alargamos un poco la sobremesa aprovechando la buena temperatura y contagiados de la tranquilidad que reina en el ambiente hasta que decidimos continuar el paseo hacia nuestro hotel. En este paseo hacia el riad nos sucedió una de las cosas más sorprendentes de nuestro viaje y que no nos cansamos de contar a los que pacientemente nos quieren escuchar.

Justo al abandonar la terraza donde cenamos nos topamos con un anciano marroquí que se había pasado en algún tipo de consumo y que finalmente dio con sus huesos en el suelo mientras era increpado por el camarero y demás viandantes. No nos inmiscuimos en esa situación y continuamos nuestro camino, pero al poco nos damos cuenta que un marroquí nos sigue intentando llamar nuestra atención (“Monsieur, Monsieur…”).

Ante su insistencia, y pensando que era el perjudicado, Pepe se volvió y con cajas destempladas le dijo que nos dejara en paz y siguiera su camino. El hombre se quedó un poco sorprendido de su reacción y continuamos nuestra marcha para darnos cuenta de que el tipo seguía detrás nuestra llamándonos. Al final, descubrimos que nos seguía para avisarnos de que a Salva se le había caído la cartera con todo su dinero y documentación y para devolvérsela. Agradecidos le pedimos perdón y nos damos cuenta de que no todo es lo que nos cuentan y que hay gente buena en todos sitios. Nos preguntamos si esta misma situación se hubiera producido en la civilizada Europa.

Regresamos al riad por los mismos callejones que a nuestra llegada nos parecieron cochambrosos y ahora solamente calificamos como pintorescos. Nos acostamos y descansamos como bebés conscientes de que nuestro viaje toca a su fin. Mañana empezamos la vuelta a casa.

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