El sol se cuela por la ventana que da al patio de luces del alojamiento. Entre la luz y el ruido del nuevo día voy volviendo a la realidad consciente de que no he descansado lo suficiente para eliminar todo lo que ayer me bebí. Me incorporo en la cama y mi cabeza me recuerda aquel famoso dicho de “a noches de desenfreno, mañanas de ibuprofeno”, pero inmediatamente aflora a mi rostro una sonrisa ante el recuerdo de la noche anterior. Sin duda mereció la pena.
El poco rato previsto para
remoloneo en la cama se frustra al escuchar que Antonio también se está despertando,
y al poco lo veo a aparecer rumbo a la ducha y con un simple cruce de miradas
nos basta para descojonarnos. Nos duchamos, nos vestimos de romanos y
nos bajamos a desayunar comentando las jugadas de la noche anterior.
A la luz del día la terraza
parece otra cosa. Más grande, encajada en el centro de la garganta y muy
luminosa. Damos cuenta de un café inmediatamente y de las diferentes viandas
que nos ofrecen nuestros anfitriones mientras saludamos con una sonrisa a los
diferentes compañeros de copas de la noche anterior que van resucitando.
Recogemos nuestros bártulos y
dejamos la habitación para pagar e irnos, pero no encontramos a Rachid que por
lo visto está durmiendo todavía. Otro de sus colegas se ofrece a cobrarnos y no
sabemos si es por la resaca, la caraja o su espíritu bereber, nos pide 60 € por
todo, la habitación con baño, la cena, las cervezas y la mano de copas que nos
dimos. Al final rehacemos la cuenta y le pagamos 80 para despedirnos con un
sentido abrazo y prometer que volveremos algún día. No estaría mal volver alguna
vez, pero seguramente la experiencia no será la misma. La suma de
circunstancias, el ánimo que traíamos, la compañía, las anécdotas… No creo que
esta noche se pueda volver a repetir.
Nos montamos en la moto de
Antonio que conduzco yo de nuevo y nos dirigimos a visitar la cercana garganta
de Todra. Recorremos menos de 500 metros cuando volvemos a detenernos y nos
bajamos de la moto asombrados de tan magnífico paisaje. Es sobrecogedor lo que
la naturaleza puede hacer con paciencia y esto es un ejemplo de ello. Estamos
en la base de una pequeña garganta horadada durante siglos por lo que hoy es un
pequeño arroyuelo que casi no lleva agua pero que ha creado un paisaje muy agradable.
No hay casi nadie, por lo que lo disfrutamos más. Un par de turistas y algún
paisano ofreciendo sus productos para sobrevivir. Nos hacemos las fotos de rigor
y seguimos nuestra marcha, ahora sí, con la idea de avanzar kilómetros y
reunificar el grupo en Marrakech.
Al poco de salir alucinamos ya de
día con la carretera que recorrimos anoche, sobre todo cuando pasamos por el
palmeral de Tinghir, antes de llegar a Tinehir. Anoche no lo apreciamos, pero
parece mentira como cambia todo el paisaje en un segundo, del más tórrido
desierto al vergel más exuberante por la presencia del agua. Además, si al
verde de las palmeras le sumas el ocre de las construcciones de adobe y el
infinito azul del cielo que nos cubre, el conjunto es espectacular y deseas
parar en cada recodo de la vía para hacer fotos o simplemente sentarte a
disfrutar. Pero no puede ser. Tenemos mucho camino por delante y ya estamos
saliendo bastante tarde. Además tenemos que recuperar los más de 180 kilómetros
de desventaja que llevamos con nuestros amigos, así que asumimos que esta etapa
será de mero trámite.
Enfilamos la carretera algo cansados por la falta de sueño y exceso de alcohol y con una temperatura más alta de la que nos hubiera gustado, así que las pocas paradas que hacemos son para buscar agua fresca, estirar un poco y dejar hueco para más agua. Resulta curioso ver la cara de los marroquís que nos ven llegar a su establecimiento buscando agua fría. Perdidos en medio de la nada aparecen dos europeos en una moto enorme y buscando agua como si saliéramos del desierto.
Al final llegamos a Uarzazate,
donde deberíamos haber dormido anoche, a la hora de comer. Esta ciudad es la meca
del cine en Marruecos, y existen varios estudios internacionales donde se
ruedan no pocas películas de las que después vemos en el cine (Lawrence de
Arabia, Gladiator, Asterix y Obélix…). No es para menos ya que tanto la ciudad
como el entorno natural son espectaculares con esa tonalidad ocre que todo lo
domina y que le ha valido ser conocida como “La puerta del desierto”. Para la
noche teníamos reservada una villa junto a un lago que hay antes de la ciudad y
que según nos dirán nuestros compañeros, era espectacular, pero todo eso tendrá
que esperar para la próxima ocasión ya que vamos fatal de tiempo.
Lo malo que tiene dejarte cosas
que ver en los viajes es la sensación de frustración que te queda cuando has dedicado
tiempo a programar un viaje y al final no puedes ver lo que has previsto, pero
así siempre que queda una excusa para volver a determinados sitios y rematar la
faena.
Nos paramos a comer en un área de
servicio a la salida de la ciudad donde nos conformamos con unas simples hamburguesas
al más puro estilo occidental, pero el día no da para más. Se nos nota el cansancio
y el calor que hace mientras decidimos qué hacer. El itinerario previsto, el
que seguramente habrán hecho los demás, se desvía por el Ksar de Ait Ben Hadu,
una maravilla de adobe en medio del desierto, pero decidimos que vamos a coger
la N9 directos a Marrakech. Es lo más sensato y hasta yo estoy de acuerdo con
ello.
Retomamos la ruta tras el
necesario café y al poco la carretera empieza a ascender. Nos cruzamos con
algunos tramos en obras que nos ralentizan enormemente la marcha y nos desesperan
porque no hay forma de avanzar entre los coches. Además, estos tramos están
llenos de grava muy suelta que complica la conducción y te quita la idea de
buscar huecos. Es curioso que hay muchas zonas de obra en Marruecos, pero de
una forma un poco anárquica. En un mismo tramo de carretera te puedes encontrar
un par de kilómetros de la carretera completamente levantada aunque solamente
estén trabajando en una zona concreta. Pasados unos 15 o 20 kilómetros se
encuentras otra zona en obra y así sucesivamente. Supongo que sería más sensato
hacer la obra de una forma lineal y cortar solamente un tramo cada vez, pero
después de la experiencia con la grúa, cualquier sabe el motivo de hacerlo así.
Al final la carretera se despeja
y podemos coger un ritmo de viaje más alegre por una vía muy bien asfaltada que
serpentea hacia la cima. Entre la hora y la altura a la que vamos circulando la
temperatura ha bajado y la verdad es que disfrutamos mucho este tramo hasta que
llegamos a Tizi n’Tichka, el puerto de montaña más alto de Marruecos. Estamos a
2.260 metros y paramos a hacer la inevitable foto y disfrutar del paisaje que la
ubicación nos ofrece, tanto de la subida que hemos hecho como la bajada que nos
espera.
Ubicamos la moto frente al
pórtico en que está colocado el cartel con la altura del puerto y no puedo
evitar recordar a Sergio. La última vez que supe de él fue el video que mandó
desde esta misma ubicación poco antes de su accidente y bastaba verle la cara
para saber que era inmensamente feliz.
Ráfagas al cielo, amigo…
Le propongo a Antonio que conduzca
su propia moto, hasta ahí llega mi generosidad, y me dice que no, que va
estupendo sentado detrás. La verdad es que la conducción con paquete está
siendo muy cómoda. No estoy acostumbrado a viajar con acompañante y no estoy
notando ninguna diferencia, más allá del mayor peso cuando paramos. Antonio se
acopla perfectamente a la moto y hemos creado un muy buen equipo, hasta el
punto que hay veces que olvido que vamos dos.
Tras ver por encima los establecimientos
de venta de recuerdos y literalmente salir huyendo de los
vendedores, enfilamos carretera para bajar el puerto y dirigirnos a meta. Casi
al bajar del todo nos paramos en un recodo de la carretera para el
último descanso y coincidió que en el pueblo que teníamos al fondo el muecín llamó
a los fieles a oración, resonando el cántico en el valle y creando una
atmósfera especial con las montañas al fondo. Estas son las cosas que te
recuerdan por qué querías venir a Marruecos. Conocer culturas diferentes,
situaciones que no podrás ver en casa. Ese silencio roto por un rezo que podría
ser de hoy o de hace varios siglos. ¿Cuántas
oraciones habrán escuchado estas montañas?
Por fin, y tras un tramo bastante aburrido notamos que estamos llegando a la gran ciudad. Desde kilómetros previos se empiezan a ver polígonos industriales en los que se vende de todo y mucha suciedad. Pero sobre todo, y eso nos acompañará durante toda nuestra estancia en Marrakech, aparece un enorme enjambre de motos que zumban a nuestro alrededor sin control. Son motos chicas, de 125 o 150 centímetros cúbicos, supongo. Marcas y modelos que no existen en Europa y que constituyen el vehículo familiar en esta zona. Son vehículos muy básicos a los que sus dueños les harán todo el mantenimiento necesario y que seguramente les durarán toda la vida por muy mal que las traten. Son motos prácticas y duraderas, todo lo contrario que los armatostes en los que vamos montados, y que esta gente conduce con una pericia y agilidad que te descoloca. Nosotros necesitamos maletas enormes de aluminio para ir un fin de semana a la playa con la moto, y esta gente meten de todo en estas motos. De hecho, yo creo que la ocupación media que he visto de esos vehículos es de dos personas y media y transportan de todo con una tranquilidad pasmosa. He visto familias enteras en estos trastos, padre, madre y tres chiquillos, madres llevando a bebés colgados como mochilas y cargando muebles, sacos de naranjas, material de obra… de hecho hasta vi a un matrimonio que la mujer llevaba atrás ¡seis patas de camello!
Cuanto más te adentras en la
ciudad más caótico es el tráfico, más motos hay, menos se respetan las señales
y normas de circulación y mejor me lo paso. Entiendo que para la mayor parte de
la gente esto pueda ser muy estresante, pero estoy disfrutando como un cochino
en un charco. Enfilamos para la medina siguiendo el navegador y buscando el
riad que tenemos reservado y en el que se supone nos esperan nuestros amigos. Cuanto
más estrechas se hacen las calles más rápido circulan las motos y más
filigranas hacen sus propietarios para evitar peatones, vehículos y género de
las tiendas. Todo el mundo pita y parece que nadie sigue una dirección concreta,
pero la cosa funciona y el tráfico fluye a mi alrededor. Nosotros con nuestra
mentalidad europea somos el estorbo en este caos, los que no nos apartamos ni
pasamos cuando debemos. Al final una de esas motillos tripulada por dos
muchachos choca con una de nuestras maletas y acaban todos
desparramados por el suelo. Nosotros no nos caemos y cuando nos queremos dar
cuenta los dos chavales se han levantado, han cogido la moto y entre gritos han
seguido su camino. Alucinante.
Por fin llegamos al riad
reservado en el que se supone que tenemos parking para las motos. Nuestra
sorpresa es mayúscula cuando comprobamos que el prometido aparcamiento es un
rincón en una plaza a unos cien metros del riad en el que dejamos la moto bajo
el cuidado de un señor muy, muy mayor armado con una silla de plástico que
promete estar toda la noche vigilándolas sentado delante por 20 dirhams. Vemos
que están allí las motos de los demás y decidimos seguir adelante. Total, ¿qué
podría pasar?
Encontramos el riad y
mientras hacemos el check in nuestra anfitriona nos invita a un té que nos
entra de maravilla. En esas estamos cuando llegan nuestros amigos de dar una
vuelta por la medina y nos abrazamos todos como si lleváramos un mes sin
vernos. Nos despedimos ayer por la mañana, pero hay tantas preguntas que
contestar por todos lados que nos emplazamos a hacerlo delante de unas cervezas
una vez hayamos soltado las cosas, ducharnos y cambiarnos.
Llegamos a nuestra confortable
habitación situada en la planta alta y mientras nos duchamos empezamos a notar
el cansancio acumulado. Esperamos a los demás en una terraza muy agradable que hay
junto a la habitación tomando unas cervezas de nuestra propia cosecha y
comentando qué tal nos ha ido a todos. Cuando estamos ya listos nos marchamos
hacia Jemaa el Fna paseando por las callejuelas de la medina para cenar en un restaurante
con mirador reservado para los turistas como nosotros. Allí, asomados a la
terraza que da a la plaza y acompañados por el jolgorio que se ve abajo, nos
ponemos al día y nos damos un homenaje de los buenos.
Tras comprar un par de recuerdos nos vamos despacito para nuestro refugio. Menos mal que Antonio y yo ya conocíamos Marrakech y no nos duele tanto el no pasear por sus calles, porque la verdad es que estamos derrotados. En la terraza del riad nos tomamos una última copa al gusto europeo y pronto nos retiramos a descansar. Una vez que caigo en la cama tardo poco en dormirme. Vaya dos días que llevamos a la espalda…
Comentarios
Publicar un comentario