Sorprende ver la tranquilidad y
parsimonia con que se toma esta gente la vida. No es una crítica y no creo que
nuestra estresada vida sea mejor, pero es un verdadero mazazo cultural
comprobarlo en nuestras carnes. Nosotros que estamos acostumbrados a tener todo
el día ocupado y pendientes de un guion, programa o protocolo, nos descolocamos
un poco al ver que tenemos un par de horas por delante hasta que nos montemos
en los 4x4 y vayamos al campamento. Aunque estemos en un entorno fascinante,
nos puede la impaciencia por lo que se nos avecina y miramos continuamente el
reloj a la espera de que llegue la hora. Por el contrario, nuestros anfitriones
dejan correr el tiempo tomando te y perdiendo su mirada en el infinito casi sin
hablar entre ellos. Tiene que ser una maravilla alcanzar esa paz interior que
te permita dejar pasar las horas mientras contemplas tanta belleza.
Al final llega el momento y Mustapha nos pide que nos vayamos a la entrada en la que ya están esperando un par de 4x4 que nos van a llevar de excursión. Nos distribuimos en sus asientos y guardamos el escaso equipaje que llevamos para una noche y parte de las provisiones necesarias para la cena y sin más demora iniciamos nuestro viaje.
Para nuestra sorpresa el vehículo
no se dirige hacia la cercana duna sino que sale por la carretera y enfila
dirección sur hasta que nos lleva a la localidad de Khamlia donde hacemos la
primera parada. El guía nos dirige a una construcción tradicional de adobe en
la que nos ubica en un salón decorado con instrumentos musicales donde nos
ofrece un te y nos pide que esperemos.
Al poco aparecen cuatro negros
altísimos y delgados (no interpretar el término “negro” con connotaciones negativas
ya que a este pueblo se le conoce como “el pueblo de los negros”) ataviados con
turbante y túnica blanca y portando una especie de castañuelas xxxl y timbales
y sin más prolegómeno se nos ponen a cantar y tocar mientras desarrollan una
especie de danza que se limita a avanzar un par de pasos y volverlos hacia
atrás al ritmo de un cansino canto que más parece lamento.
Más tarde conocería que se trata
de la tribu de los Gnawi, descendientes de antiguos esclavos que cuando se
abolió la esclavitud decidieron permanecer en esta zona y que uno de sus signos
de identidad es esta especie de canto que no está sujeto a normas sino que se
va improvisando sobre la marcha, pero en un primer momento nos descoloca a
todos, sobre todo cuando nos fijamos en la cara de uno de los “artistas” que
lleva bajo la túnica unas zapatillas muy occidentales y que parece que estaba
jugando a la Play cuando han llegado unos turistas y se ha tenido que poner el
turbante para hacer el canelo.
En este momento, mirándonos
unos a otros decidimos no prolongar la agonía y cuando acaban la pieza que
estaban tocando les aplaudimos, nos levantamos y tras dejar una generosa
propina volvemos a los coches para seguir con la visita. Me parece muy bien que
se mantengan estas tradiciones locales y que se ganen la vida con esas
exhibiciones para los turistas, pero no era nuestro momento.
Arrancamos y ahora sí, el conductor nos mete por el desierto siguiendo una pista marcada por las ruedas de otros muchos que habrán pasado por allí. No estamos en la duna sino que atravesamos una amplia planicie pedregosa en toda la extensión que nos abarca la mirada que nos hace imaginar lo dura que debe ser la vida en esta zona del mundo.
Es curioso que en el imaginario
colectivo se piensa que el desierto marroquí es todo arena y dunas, pero la
duna de Erg Chebbi no es más que una extensión arenosa delimitada que ocupa una
superficie aproximada de unos 30 kilómetros de largo por unos 8 de ancho y que
se encuentra rodeada de este verdadero desierto que se extiende hasta el
infinito.
Uno de los puntos de parada del
itinerario es un promontorio elevado en el que aparcamos y podemos ver con más
perspectiva la inmensidad que nos rodea y en la que para nuestra sorpresa
encontramos a un artesano que ofrece sus productos sobre una tabla en la
confianza de que algún turista que haga la ruta le compre algo. Allí no tiene
ni una sombrilla ni la orografía ofrece ninguna sombra bajo la que guarecerse
del sol, pero allí se mantiene dentro de su chilaba y turbante a cambio de los
pocos dírhams que pueda obtener por los recuerdos que ofrece. Y después
nosotros nos quejamos de las malas condiciones de nuestros puestos de trabajo.
Desde allí el guía nos señala una
elevaciones cercanas y nos indica que aquello es Argelia, indicándonos la
ubicación de algunos destacamentos militares que vigilan la frontera dándonos
algunas pinceladas de las tensas relaciones entre ambos países. Vaya papelón el
de los soldados de reemplazo que estén allí destinados al sol para vigilar un
secarral por motivos políticos.
El paisaje eso sí, es
extraordinario, diferente de lo que estamos acostumbrados y abrumador por su
inmensidad y las distancias que podemos ver sin ningún rastro de presencia
humana.
Seguimos por este mismo paisaje
hasta que nos detenemos en unas antiguas minas de Mfis y el pueblo construido
en sus inmediaciones para su explotación y que hoy se encuentra abandonado
ofreciendo una imagen como de película de acción. Hacemos una nueva parada para
apreciar las todavía abiertas minas al aire libre, unas grietas profundas y
alargadas, donde también encontramos un artesano vendiendo collares y recuerdos
de este material. Aquí sí desplegamos las artes de negociación y Manolo se
aprovisionó de collares para toda la familia por un precio ofensivo.
De camino hacia la duna que ya se vislumbra en el horizonte hicimos nuestra última parada para conocer un asentamiento nómada donde nos tomamos un te. Evidentemente es una parada concertada y el guía le abonará la tasa correspondiente, pero pudimos ver las extremas condiciones en que vive esta gente, en medio del desierto y soportando temperaturas que fácilmente alcanzan los 50 grados en verano y bajan de 0 en las noches de invierno, a siete kilómetros del pozo de agua más cercano y dedicados al cuidado de su rebaño de cabras como única actividad. La familia duerme en una rudimentaria jaima con lo básico para vivir, pero parecen felices. La madre nos atiende con una sonrisa en la cara y los dos hijos de la familia juegan con nosotros sin el menor temor intentando entendernos mediante signos. Este es el verdadero choque cultural del viaje. Esta familia parece feliz y duerme sobre una manta en el suelo, sin luz, agua corriente ni ninguna de las comodidades que nosotros damos por sentadas y sin las cuales no seríamos capaces de sobrevivir. El precio de la más barata de nuestras motos supera con creces lo que esta familia va a ganar en toda su vida y aun así son felices.
¿De verdad este pueblo es
subdesarrollado? ¿No seremos nosotros lo que estamos equivocados? Disfrutamos
de bienes inútiles de los que dependemos y cada vez el mundo desarrollado es
más infeliz. Cada vez hay más problemas de depresiones, suicidios, enfermedades
mentales en el mundo del bienestar y esta gente descalza andando sobre piedras
afiladas tiene la sonrisa más pura que hemos visto en el viaje. No tienen
televisión, teléfono móvil, internet… pero no lo necesitan. ¿quién es más
feliz?
Por fin nos despedimos de nuestros jóvenes amigos y dando vueltas a la cabeza sobre las diferencias en el mundo nos dirigimos ya sí al campamento. Nuestros vehículos se detienen una centena de metros dentro de la duna ante un conjunto de jaimas permanentes conectadas por un conjunto de alfombras, para evitar que el occidental tenga que pisar la arena, con una zona común de comedor y estar. Hacemos el reparto de habitaciones que son estructuras metálicas cerradas por lonas y distribuidas en dos habitaciones, cada una con dos colchones sobre el suelo y con un baño común.
Dejamos las pocas cosas que
traemos y nos dirigimos al exterior del campamento para sorprenderos con la grandeza que nos rodea. Desde encima de la duna vemos bastantes campamentos a
los que están llegando los 4x4 o las caravanas de dromedarios con turistas que
pasarán la noche, como nosotros, en el desierto.
El paisaje es en si mismo el
destino que queríamos visitar. Un espectáculo que cambia minuto a minuto
conforme el sol va declinando y tiñendo de dorado la arena. Aquí te sientes
minúsculo. Te das cuenta de la inmensidad que te rodea y la insignificancia de
nuestra propia existencia valorando la dureza de la gente que es capaz de vivir
aquí. A cualquiera de nosotros nos sueltan en este paraje y ninguno sería capaz
sobrevivir ni de volver a la “civilización”. Cuando a la vuelta del viaje
hagamos repaso de las fotos que hemos tomado comprobaremos que cada uno tiene
decenas de fotos iguales variando si acaso unos grados el encuadre, siendo casi
todas iguales a las que los demás, pero nos resulta totalmente imposible dejar
de fotografiar esta maravilla.
Incluso cuando el sol ya se ha
ocultado tras las dunas nos resistimos a dejar este lugar y seguimos haciendo
fotos hasta que la escasez de luz y el desconocimiento del terreno nos convence
de volver al campamento y prepararnos para la cena.
Antes de partir, Mustapha ya nos
anticipó que él no nos podía ofrecer bebidas de contenido alcohólico en el
campamento, pero que hielo y refresco tendríamos a demanda incluido dentro del
precio, así que aprovechamos para tomar un digestivo al gusto europeo mientras
nos preparan la cena y llamamos a casa para poner los dientes largos a nuestras
familias ya que todos estamos alucinados y así se lo hacemos saber.
Decidimos cenar fuera del comedor
y nos preparan una mesa bajo las estrellas en la que nos sirven una especie de
ensalada de arroz bastante buena y un tajine de pollo, patatas y limón
alucinante que nosotros acompañamos de unos loncheados de jamón ibérico en una
suerte de fusión entre las dos culturas. Invitamos a nuestra mesa a la única
persona que había acampada que era una muchacha joven que venía viajando sola
desde Canadá y que flipó cuando probó el jalufo. La chica alucinaba con
nosotros, con nuestra complicidad y el buen rollo que había en la mesa en un
grupo aparentemente tan heterogéneo.
Como colofón, cuando terminamos
de cenar y tras ponernos otro combinado, nuestros anfitriones nos animaron a
reunirnos con ellos a la salida del campamento donde habían encendido una
hoguera alrededor de la que cantamos y contamos historias, sorprendiéndonos
nuestros amigos bereberes con sus costumbres y lógica de lo simple que a
nosotros se nos escapa.
Así transcurrió la noche hasta
que poco a poco nos fuimos despidiendo para dormir no sin antes retirarnos un
poco de la hoguera para disfrutar y
alucinar con el cielo estrellado que nos cubría. No es fácil encontrar
calificativos para ese espectáculo que nos ofrece el firmamento y que nunca
podemos contemplar en su puridad por la contaminación lumínica que inunda nuestra
sociedad, pero aquí podemos disfrutar tumbados en la arena de imágenes que
solamente habíamos visto en libros y documentales.
Cuando me meto en la cama no
tardo mucho en dormirme por la sucesión de emociones que hemos vivido hoy.
Repaso mentalmente todo lo que nos ha pasado y no me lo puedo creer. Nos hemos
despertado en medio de un bosque en una ciudad del gusto europeo y tras todas
las experiencias del día nos acostamos en medio del desierto arropados por
millones de estrellas.
Vaya día…
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