MARRUECOS 2023.- El desierto

 

Sorprende ver la tranquilidad y parsimonia con que se toma esta gente la vida. No es una crítica y no creo que nuestra estresada vida sea mejor, pero es un verdadero mazazo cultural comprobarlo en nuestras carnes. Nosotros que estamos acostumbrados a tener todo el día ocupado y pendientes de un guion, programa o protocolo, nos descolocamos un poco al ver que tenemos un par de horas por delante hasta que nos montemos en los 4x4 y vayamos al campamento. Aunque estemos en un entorno fascinante, nos puede la impaciencia por lo que se nos avecina y miramos continuamente el reloj a la espera de que llegue la hora. Por el contrario, nuestros anfitriones dejan correr el tiempo tomando te y perdiendo su mirada en el infinito casi sin hablar entre ellos. Tiene que ser una maravilla alcanzar esa paz interior que te permita dejar pasar las horas mientras contemplas tanta belleza.


Al final llega el momento y Mustapha nos pide que nos vayamos a la entrada en la que ya están esperando un par de 4x4 que nos van a llevar de excursión. Nos distribuimos en sus asientos y guardamos el escaso equipaje que llevamos para una noche y parte de las provisiones necesarias para la cena y sin más demora iniciamos nuestro viaje.

Para nuestra sorpresa el vehículo no se dirige hacia la cercana duna sino que sale por la carretera y enfila dirección sur hasta que nos lleva a la localidad de Khamlia donde hacemos la primera parada. El guía nos dirige a una construcción tradicional de adobe en la que nos ubica en un salón decorado con instrumentos musicales donde nos ofrece un te y nos pide que esperemos.

Al poco aparecen cuatro negros altísimos y delgados (no interpretar el término “negro” con connotaciones negativas ya que a este pueblo se le conoce como “el pueblo de los negros”) ataviados con turbante y túnica blanca y portando una especie de castañuelas xxxl y timbales y sin más prolegómeno se nos ponen a cantar y tocar mientras desarrollan una especie de danza que se limita a avanzar un par de pasos y volverlos hacia atrás al ritmo de un cansino canto que más parece lamento.

Más tarde conocería que se trata de la tribu de los Gnawi, descendientes de antiguos esclavos que cuando se abolió la esclavitud decidieron permanecer en esta zona y que uno de sus signos de identidad es esta especie de canto que no está sujeto a normas sino que se va improvisando sobre la marcha, pero en un primer momento nos descoloca a todos, sobre todo cuando nos fijamos en la cara de uno de los “artistas” que lleva bajo la túnica unas zapatillas muy occidentales y que parece que estaba jugando a la Play cuando han llegado unos turistas y se ha tenido que poner el turbante para hacer el canelo.

En este momento, mirándonos unos a otros decidimos no prolongar la agonía y cuando acaban la pieza que estaban tocando les aplaudimos, nos levantamos y tras dejar una generosa propina volvemos a los coches para seguir con la visita. Me parece muy bien que se mantengan estas tradiciones locales y que se ganen la vida con esas exhibiciones para los turistas, pero no era nuestro momento.





Arrancamos y ahora sí, el conductor nos mete por el desierto siguiendo una pista marcada por las ruedas de otros muchos que habrán pasado por allí. No estamos en la duna sino que atravesamos una amplia planicie pedregosa en toda la extensión que nos abarca la mirada que nos hace imaginar lo dura que debe ser la vida en esta zona del mundo.

Es curioso que en el imaginario colectivo se piensa que el desierto marroquí es todo arena y dunas, pero la duna de Erg Chebbi no es más que una extensión arenosa delimitada que ocupa una superficie aproximada de unos 30 kilómetros de largo por unos 8 de ancho y que se encuentra rodeada de este verdadero desierto que se extiende hasta el infinito.

Uno de los puntos de parada del itinerario es un promontorio elevado en el que aparcamos y podemos ver con más perspectiva la inmensidad que nos rodea y en la que para nuestra sorpresa encontramos a un artesano que ofrece sus productos sobre una tabla en la confianza de que algún turista que haga la ruta le compre algo. Allí no tiene ni una sombrilla ni la orografía ofrece ninguna sombra bajo la que guarecerse del sol, pero allí se mantiene dentro de su chilaba y turbante a cambio de los pocos dírhams que pueda obtener por los recuerdos que ofrece. Y después nosotros nos quejamos de las malas condiciones de nuestros puestos de trabajo.

Desde allí el guía nos señala una elevaciones cercanas y nos indica que aquello es Argelia, indicándonos la ubicación de algunos destacamentos militares que vigilan la frontera dándonos algunas pinceladas de las tensas relaciones entre ambos países. Vaya papelón el de los soldados de reemplazo que estén allí destinados al sol para vigilar un secarral por motivos políticos.

El paisaje eso sí, es extraordinario, diferente de lo que estamos acostumbrados y abrumador por su inmensidad y las distancias que podemos ver sin ningún rastro de presencia humana.

Seguimos por este mismo paisaje hasta que nos detenemos en unas antiguas minas de Mfis y el pueblo construido en sus inmediaciones para su explotación y que hoy se encuentra abandonado ofreciendo una imagen como de película de acción. Hacemos una nueva parada para apreciar las todavía abiertas minas al aire libre, unas grietas profundas y alargadas, donde también encontramos un artesano vendiendo collares y recuerdos de este material. Aquí sí desplegamos las artes de negociación y Manolo se aprovisionó de collares para toda la familia por un precio ofensivo.





De camino hacia la duna que ya se vislumbra en el horizonte hicimos nuestra última parada para conocer un asentamiento nómada donde nos tomamos un te. Evidentemente es una parada concertada y el guía le abonará la tasa correspondiente, pero pudimos ver las extremas condiciones en que vive esta gente, en medio del desierto y soportando temperaturas que fácilmente alcanzan los 50 grados en verano y bajan de 0 en las noches de invierno, a siete kilómetros del pozo de agua más cercano y dedicados al cuidado de su rebaño de cabras como única actividad. La familia duerme en una rudimentaria jaima con lo básico para vivir, pero parecen felices. La madre nos atiende con una sonrisa en la cara y los dos hijos de la familia juegan con nosotros sin el menor temor intentando entendernos mediante signos. Este es el verdadero choque cultural del viaje. Esta familia parece feliz y duerme sobre una manta en el suelo, sin luz, agua corriente ni ninguna de las comodidades que nosotros damos por sentadas y sin las cuales no seríamos capaces de sobrevivir. El precio de la más barata de nuestras motos supera con creces lo que esta familia va a ganar en toda su vida y aun así son felices.

¿De verdad este pueblo es subdesarrollado? ¿No seremos nosotros lo que estamos equivocados? Disfrutamos de bienes inútiles de los que dependemos y cada vez el mundo desarrollado es más infeliz. Cada vez hay más problemas de depresiones, suicidios, enfermedades mentales en el mundo del bienestar y esta gente descalza andando sobre piedras afiladas tiene la sonrisa más pura que hemos visto en el viaje. No tienen televisión, teléfono móvil, internet… pero no lo necesitan. ¿quién es más feliz?








Por fin nos despedimos de nuestros jóvenes amigos y dando vueltas a la cabeza sobre las diferencias en el mundo nos dirigimos ya sí al campamento. Nuestros vehículos se detienen una centena de metros dentro de la duna ante un conjunto de jaimas permanentes conectadas por un conjunto de alfombras, para evitar que el occidental tenga que pisar la arena, con una zona común de comedor y estar. Hacemos el reparto de habitaciones que son estructuras metálicas cerradas por lonas y distribuidas en dos habitaciones, cada una con dos colchones sobre el suelo y con un baño común.

Dejamos las pocas cosas que traemos y nos dirigimos al exterior del campamento para sorprenderos con la grandeza que nos rodea. Desde encima de la duna vemos bastantes campamentos a los que están llegando los 4x4 o las caravanas de dromedarios con turistas que pasarán la noche, como nosotros, en el desierto.

El paisaje es en si mismo el destino que queríamos visitar. Un espectáculo que cambia minuto a minuto conforme el sol va declinando y tiñendo de dorado la arena. Aquí te sientes minúsculo. Te das cuenta de la inmensidad que te rodea y la insignificancia de nuestra propia existencia valorando la dureza de la gente que es capaz de vivir aquí. A cualquiera de nosotros nos sueltan en este paraje y ninguno sería capaz sobrevivir ni de volver a la “civilización”. Cuando a la vuelta del viaje hagamos repaso de las fotos que hemos tomado comprobaremos que cada uno tiene decenas de fotos iguales variando si acaso unos grados el encuadre, siendo casi todas iguales a las que los demás, pero nos resulta totalmente imposible dejar de fotografiar esta maravilla.

Incluso cuando el sol ya se ha ocultado tras las dunas nos resistimos a dejar este lugar y seguimos haciendo fotos hasta que la escasez de luz y el desconocimiento del terreno nos convence de volver al campamento y prepararnos para la cena.

Antes de partir, Mustapha ya nos anticipó que él no nos podía ofrecer bebidas de contenido alcohólico en el campamento, pero que hielo y refresco tendríamos a demanda incluido dentro del precio, así que aprovechamos para tomar un digestivo al gusto europeo mientras nos preparan la cena y llamamos a casa para poner los dientes largos a nuestras familias ya que todos estamos alucinados y así se lo hacemos saber.

Decidimos cenar fuera del comedor y nos preparan una mesa bajo las estrellas en la que nos sirven una especie de ensalada de arroz bastante buena y un tajine de pollo, patatas y limón alucinante que nosotros acompañamos de unos loncheados de jamón ibérico en una suerte de fusión entre las dos culturas. Invitamos a nuestra mesa a la única persona que había acampada que era una muchacha joven que venía viajando sola desde Canadá y que flipó cuando probó el jalufo. La chica alucinaba con nosotros, con nuestra complicidad y el buen rollo que había en la mesa en un grupo aparentemente tan heterogéneo.

Como colofón, cuando terminamos de cenar y tras ponernos otro combinado, nuestros anfitriones nos animaron a reunirnos con ellos a la salida del campamento donde habían encendido una hoguera alrededor de la que cantamos y contamos historias, sorprendiéndonos nuestros amigos bereberes con sus costumbres y lógica de lo simple que a nosotros se nos escapa.

Así transcurrió la noche hasta que poco a poco nos fuimos despidiendo para dormir no sin antes retirarnos un poco de la hoguera para  disfrutar y alucinar con el cielo estrellado que nos cubría. No es fácil encontrar calificativos para ese espectáculo que nos ofrece el firmamento y que nunca podemos contemplar en su puridad por la contaminación lumínica que inunda nuestra sociedad, pero aquí podemos disfrutar tumbados en la arena de imágenes que solamente habíamos visto en libros y documentales.

Cuando me meto en la cama no tardo mucho en dormirme por la sucesión de emociones que hemos vivido hoy. Repaso mentalmente todo lo que nos ha pasado y no me lo puedo creer. Nos hemos despertado en medio de un bosque en una ciudad del gusto europeo y tras todas las experiencias del día nos acostamos en medio del desierto arropados por millones de estrellas.

Vaya día…













 

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