Nos despertamos nuevos después de dormir como lirones en las magníficas camas del hotel. Ya con los huesos y articulaciones recompuestas de la paliza de ayer bajamos a desayunar y decidimos que la ruta hacia Andorra, nuestro destino de hoy, la vamos a hacer de forma tranquila, sin buscar desvíos pero evitando por todos los medios las vías principales. Todavía tenemos muy fresco el recuerdo de ayer y del tramo de autopista de los primeros días hasta Aviñon y no queremos repetir experiencia.
Como son unos quinientos
kilómetros podemos jugar con carreteras secundarias pero no nos podemos
entretener en destinos turísticos ya que el navegador nos ofrece un plan de
unas ocho horas de viaje. A eso hay que sumarle las paradas para repostar,
refrescarnos y comer y no tenemos mucho margen sobre todo teniendo en cuenta
que si vamos a Andorra es porque Pepe se ha comprado un visor para el rifle a
un precio muy inferior al español y lo tiene que recoger, por lo que hemos de
estar en destino con horario comercial.
Montamos los trastos y salimos a
primera hora de una mañana algo calurosa de julio. Hay que tener en cuenta que
llevamos unos días muy fresquitos pero eso se ha acabado, ya hemos dejado los Alpes
y tenemos que acostumbrarnos a que estamos en verano. La ruta discurre por
carreteras secundarias en las que no encontramos demasiado tráfico. No son las
típicas carreteras que unen núcleos urbanos y que están saturadas de rotondas y
zonas comerciales, sino carreteras comarcales que nos llevan por un paisaje
rural que si bien no es el más bonito de los que hemos visitado, por lo menos
nos permite una conducción relajada. Punto a favor del algoritmo de Tomtom.
En una de las paradas que hacemos en ruta nos detenemos a contemplar la variada fauna que el Negro lleva entre el casco y la chaqueta y todos alabamos el mérito que tiene de aguantar estoicamente el ritmo que le hemos marcado hasta el momento. La verdad es que no es lo mismo viajar en una maxitrail que en una naked, y él no se ha quejado ni un poquito aunque sea el que menos experiencia tiene en moto. También es verdad que como es su primer viaje internacional en moto, no puede comparar experiencia con otros, y como la pasión por la moto le puede, no le estorba nada y va a gusto en todo momento.
Al final reconoce que le gustaría
cambiar su moto por una GS1200, pero que teme no hacerse a ese caballo tan
grande, así que le propongo cambiar un rato nuestras motos y así sale de dudas.
Cuando lo convenzo y cambiamos las llaves, me monto en su moto y noto
inmediatamente la diferencia. Mira que he viajado yo con mi FZ6, pero es muy
fácil hacerse a lo bueno y ahora me noto súper extraño e incómodo en esta
especie de bicicleta con motor. Por el lado contrario, el Negro en cuanto le
coge el aire a mi moto se viene arriba y se nos pierde en el horizonte justo
cuando veo una señal de radar. De nada sirven los gritos y pitidos que le
damos. Es su momento y nadie se lo va a arruinar.
Cuando al cabo de un rato nos paramos
y se quita el casco no hace falta que lo diga. Todos sabemos que en cuanto pueda
cambiará de moto. No tengo nada en contra de su moto ni de las naked en
general. De hecho, le hice más de cien mil kilómetros a mi Yamaha antes de
cambiar, pero he de reconocer que para este tipo de viajes no hay nada como una
trail (y lo digo sin haber probado viajar en una router como una RT, ojo). El
confort, el aplomo y la seguridad que te dan te hacen devorar kilómetros de
otra manera. Y también los años, que pasan y no nos damos cuenta, ¡qué carajo!
Terminamos el jamón que nos
quedaba y otras viandas de las que nos hemos proveído en un supermercado del
camino en un recodo de la carretera haciendo un picnic improvisado, descansamos
bajo la sombra de los árboles y seguimos nuestro camino. En el mapa y en el
horizonte se dejan ver poblaciones que tal vez en otro momento y con otra
planificación nos darían para un paseíto, sobre todo algún que otro castillo
cátaro, pero tenemos que seguir para cumplir el itinerario y, sobre todo, el
horario previsto.
Se va notando la acumulación de
kilómetros en el culo. Cada vez nos apetece parar antes para descansar o
refrescarnos y además con esta nueva temperatura, el sopor de la sobremesa nos
recomienda tomar un café a media tarde. No en vano llevamos unos cinco mil
kilómetros en ocho días y eso se va notando. Finalmente, a media tarde llegamos
a Andorra a través de una carretera de montaña que nos hace despertar encima de
la moto y recordar días pasados. La verdad es que este paisaje no tiene mucho
que envidiar a lo que hemos recorrido y los últimos kilómetros se hacen muy
amenos.
Llegamos al hotel, un antiguo cuatro estrellas pero céntrico y con parking, nos aseamos y vamos tranquilamente a buscar la armería y conocer un poco la ciudad. El propietario de la tienda nos dice que el visor le llega al día siguiente a las 11 de la mañana y que hasta entonces no podemos hacer nada, así que nos vamos a ver qué se puede comprar por aquí. Tampoco nos descalabra mucho el plan de mañana, ya que la idea es llegar tranquilamente a Madrid donde tenemos reserva para dormir, cenar y pegarnos un buen homenaje de fin de viaje.
En Andorra se puede comprar
barato la electrónica, algo de ropa y perfumes, pero sobre todo el tabaco y el
alcohol. Tienen montado un negocio tremendo alrededor de estos dos productos
con macro tiendas en que te venden empaquetados los dos cartones que puedes
pasar libremente por aduana con algún regalo y promoción. Al final entramos en
la dinámica y compramos tabaco, en mi caso para mi mujer, y algo de alcohol,
entre ellos una botella de ron añejo, Matusalén de quince años creo, que nos
tomaremos esta noche a modo de celebración.
Cenamos tranquilamente en una
terraza y nos vamos al hotel a dar cuenta del brebaje. Cuando queremos darnos
cuenta no tenemos hielo y en el hotel no nos dan, así que nos toca bajarnos la
botella en caliente a chupitos y fumando puros en la habitación, todos menos el
Negro que no ha podido con su alma y se ha quedado durmiendo. Nos reímos y
repasamos la jornada y el viaje en si durante todo el tiempo que tardamos en
bebernos el litro de ron y algo más de whisky y nos acostamos tarde muy
relajados ya que hasta las once no tenemos que recoger el visor.
Al día siguiente Manolo entra en mi habitación buscando su bota derecha. No la encuentra por ningún sitio y no sabe si de alguna manera extraña habrá acabado aquí. La buscamos entre todos y no aparece. Todos nos sorprendemos mucho de cómo habrá podido perder una bota en una habitación de hotel, pero jura y perjura que no está por ningún sitio. Cuando está a punto de saltar por la ventana Pepe le pregunta con sorna si ha mirado en el minibar insistiéndole a que mire. Más por no escucharlo que por creer que pudiera estar allí, al final abre el frigorífico y la encuentra, muy fresquita con su calcetín dentro y todo. Ante nuestro descojone generalizado y la cara de circunstancias de Manolo encontramos la explicación: “por lo del puerto de Spluga”
Dejamos todo preparado en la moto
y desayunamos en el hotel algo de proteínas (tenían todo lujo de chorizo,
butifarra, bacon, salchichas…) con la idea de salir inmediatamente a por el
visor. En el trascurso del desayuno Pepe recibe una llamada de casa que no le
termina de gustar. Hay un problema en la empresa y sus hijos no logran dar
con la tecla, pero confía que puedan solucionarlo. En esa confianza terminamos
el desayuno y salimos a por el visor. Efectivamente a las once estamos allí y
allí estaba el visor. Lo revisa y comprueba, lo paga y nos vamos.
A la salida de la ciudad vemos un
par de macro tiendas de ropa y equipamiento de moto que tienen muy buena pinta
pero no nos paramos ya que no tendríamos tiempo ni sitio donde guardar nada que
compráramos. Seguimos el camino, aprovechamos para llenar a tope los depósitos
a precio andorrano y después de varios días volvemos a pisar territorio
nacional casi sin darnos cuenta, ya que el cartel está nada más pasar la aduana
y se nos escapa a casi todos.
Un rato más tarde Pepe nos pide
parar en un área de servicio para hacer una llamada y aprovechamos para
refrescarnos y descansar. Cuando termina nos dice que el problema con la
empresa no es grave pero lo tiene que resolver él personalmente al día
siguiente en Córdoba y nos pregunta si nos vamos del tirón para casa. Evidentemente
no podemos negarnos y nos ponemos a cancelar reservas de hotel y cena, a llamar
a algunos amigos con los que habíamos quedado vernos en Madrid y avisar a casa.
La idea es cambiar la cena en Madrid por otra en Córdoba a la que puedan venir
nuestras mujeres y así hacer una especie de fiesta de llegada.
Dicho y hecho, nos mentalizamos y
cambiamos planes sobre la marcha. Lo único malo es que hemos salido bastante
tarde por la recogida del visor y no disponemos de mucho margen de tiempo, así
que no nos queda otra que tirar por la vía más rápida y sin paradas
innecesarias. Eso se traduce en que vamos a coger la autovía y solamente
pararemos cuando al primero se le encienda el testigo de la gasolina.
Repostamos, nos refrescamos y descansamos un rato y nos pegamos otro tirón de
unos 250 kilómetros. El único discordante es Manolo que va por su lado ya que
según él tiene que visitar en Madrid a un pariente de un primo que está
hospitalizado. De nada sirven nuestros argumentos en contra de esa locura ni el
hacerle ver que si tanto interés tiene en ver a esa persona, que vuelva otro
día. Al final no nos queda otra que pensar que todo es una cortina de humo y
que a quien quiere ver no es el pariente del primo. Allá cada uno con su vida
privada…
La jornada tiene poco comentario más allá de la paliza que el pobre Negro se está pegando de autovía en su naked. Si los demás estamos hasta las narices de carretera, él tiene que estar desesperado, hasta el punto que alguna vez nos adelanta y pega un tirón rápido para después dejarse coger, todo ello para cambiar de ritmo.
Llegamos ya entrada la noche y
nos vamos directos al sitio en que hemos quedado con nuestras familias. Nos
hemos metido mil kilómetros en menos de doce horas pero nos bajamos exultantes
de las motos. Nuestras mujeres nos reciben como si viniéramos de dar la vuelta
al mundo en patinete y eso nos hace estar todavía más felices, disfrutando de
lo que hemos vivido juntos.
Después de abrazar y besar cada
uno a la suya, vaya a ser que alguien se mosquee, nos fundimos en un abrazo en
que se mezcla la alegría por llegar y la nostalgia de haber terminado la ruta.
Recordamos momentos y anécdotas mientras brindamos con la primera cerveza de la
noche y mostramos las señales del viaje (las pegatinas en las maletas, obviamente,
las botas rotas de uno, los guantes gastados de otro…). Nos sentamos a
disfrutar de la velada esperando que llegue Manolo de su excursión por la
capital y parece que hay dos grupos en el restaurante, nosotros, los que
venimos de Alemania en moto, y el resto de los vulgares mortales que pueblan la
ciudad.
Cuando por fin llega el rezagado
podemos empezar a comer y dar rienda suelta a nuestra euforia. Nadie nos
entiende porque no han pasado con nosotros los últimos diez días. Nuestras
mujeres no entienden nuestras bromas ni por qué nos reímos cuando nos tratamos
por nuestros motes. Cuando se lo explicamos sonríen pero se ve en sus ojos que
no lo entienden. No se lo podemos reprochar. Hay que vivir un viaje así para
entenderlo. Tienes que pasar calor y frío juntos, confiar en la trazada
correcta del que va delante y parar en el arcén cuando el que va detrás se ha
despistado para poder entender la sensación de hermandad que tenemos en este
momento.
Por fin, tras numerosas cervezas
y una magnífica cena, tomamos unas copas y llega el momento de la despedida y
volver a nuestras vidas normales. Nos fundimos en un sincero abrazo de
despedida deseándonos lo mejor para las vacaciones familiares que pronto
empezaremos y emplazándonos a repetir la experiencia. Seguro que habrá más
viajes como este…
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