ALPES 2019.- NOS VAMOS A ALEMANIA

La luz del sol entra tímidamente por la ventana de la habitación y nos saca del profundo sueño que tenemos. La verdad es que yo hoy he dormido estupendamente y al levantarme ya casi ni me acuerdo de que sigue doliendo la pierna. Un buen descanso es lo mejor para el cuerpo.

Seguimos el protocolo del viajero y en poco tiempo (cada vez recogemos y nos preparamos más rápido) estamos en el aparcamiento de las motos donde ya nos esperan Manolo y Pepe montando el equipaje. El día se presenta despejado y con una temperatura que invita a rodar.




Nos dirigimos a Andermatt, por donde pasamos ayer, con la intención de subir al Oberalpass y seguir nuestro camino hacia Munich. Hoy se supone que va a ser una etapa un poco de transición después del atracón de curvas, puertos y paisajes que nos dimos ayer, y vamos a coger una vía más o menos rápida, sin llegar a buscar autovías ni autopistas, para llegar al destino que marcará el punto más lejano de nuestra ruta y desde el que volveremos a casa poco a poco.

La subida al puerto es divertida, por una carretera revirada pero que no nos supone nada nuevo respecto a lo de ayer. En la subida podemos ver el tren cremallera que sube por la ladera de la montaña. En la cima el inevitable lago y un faro que parece estar fuera de lugar. No nos paramos porque, aunque no queramos, no estamos en modo puerto, y queremos avanzar rápido para ver si podemos llegar con hora al hotel.

Para nuestra sorpresa, la carretera que baja del puerto y que hemos elegido para que nos lleve a nuestro destino discurre en gran parte de su recorrido paralela al río Vorderrhein, una de las dos fuentes del Rin. La carretera es muy divertida de recorrer, con un trazado ondulante que nos mece por las curvas del río y que nos permite esa conducción ligera a la vez que relajada que tanto nos gusta a los motoristas. El ritmo es alto porque no hay mucho tráfico, pero vamos muy relajados y sin exprimir los motores, simplemente dejándonos llevar por la carretera y la visión hipnótica del río y su rápido curso.

Unos sesenta kilómetros más adelante el río se une a la otra fuente y se convierte en el famoso Rin aunque a esta altura todavía no se ha convertido en la gran vía fluvial del centro de Europa. Y así, sin darnos cuenta, el río nos mete en Liechtenstein. Y lo de sin darnos cuenta es literal, porque no atravesamos ninguna frontera, no hay ningún cartel que avise que hemos cambiado de país ni apreciamos cambio alguno hasta que vemos un indicativo de que estamos llegando a Vaduz, su capital. Liechtenstein es un país muy pequeño con una capital pequeña en la que solamente nos paramos un rato para confirmar nuestra sospecha de que ya no estamos en Suiza y hacernos unas fotos en lo que pensamos que es, si no la mayor, una de las mayores iglesias del país. Ya que nos hemos parado, intentamos conseguir la pegatina con la bandera del país, encontrándola en una gasolinera casi a las afueras.





Reanudamos la marcha y al salir de Liechtenstein entramos en Austria, aquí si conscientemente porque hemos visto el pequeño cartel que lo indica. Paramos de nuevo a hacer un picnic en un recodo de la carretera (le estamos cogiendo el gusto a esta forma de alimentarnos en ruta porque no nos quita mucho tiempo y también, por qué no decirlo, porque no sabríamos pedir un flamenquín con patatas en austriaco), y en poco tiempo estamos cruzando la frontera con Alemania. Nada más entrar en el país bávaro, intentamos localizar un bar y nos paramos para tomarnos la primera cerveza de trigo. Acertamos con una agradable terraza atendida por una abuelita que nos sirve las cervezas que le pedimos, no las que queríamos, cosas del idioma, y seguimos nuestro destino hacia Fussen.







Aunque hoy fuera etapa de transición, no podía evitar pasar por esta bonita localidad, pero sobre todo para visitar el célebre castillo de Neuschwanstein en sus alrededores, conocido como uno de los castillos del Rey Loco y en el que se inspiró Walt Disney para crear el de la bella durmiente que ahora identifica a toda la industria Disney. Dicho y hecho enfilamos nuestras motos para hacer la visita del día.

Cuál es nuestra sorpresa cuando llegamos y vemos que los indicativos nos llevan a un gigantesco parking en el que tenemos que pagar para dejar las motos ya que no se puede acceder al castillo que está en el pico del cerro. La subida solamente está habilitada para los autobuses oficiales en los que hay bastante cola y además falta poco menos de una hora para que cierre el castillo (estos alemanes con sus horarios). Decidimos que no merece la pena esperar la cola y subir en bus para que no nos dé tiempo a visitar el castillo, así que nos conformamos con verlo desde abajo. Intentamos negociar con el encargado del parking una rebaja en el precio de las cuatro motos, pero eso son conceptos que los alemanes no alcanzan a comprender y no es que el tipo no acepte, sino que incluso se ofende mucho. Bueno, había que intentarlo.

Un poco decepcionados tomamos dirección a Munich y al final tenemos que integrarnos en una de las Autobhan que llegan a la metrópoli en la que, entre que ya es algo tarde, y que tenemos ganas de llegar y tomarnos una cerveza a gusto, hacemos uso de la falta de límite de velocidad y exprimimos nuestras máquinas a tope. Dura poco la experiencia, porque una vez que ya has visto que puedes ir más rápido que aquí, la cosa pierde gracia y te das cuenta que el confort en la moto se reduce a medida que sube la velocidad, así que volvemos a una velocidad prudente que nos lleva más rápido de lo que podríamos a priori pensar a las inmediaciones de nuestro hotel. Aquí sí ha funcionado bien el GPS.



Hacemos el registro con un calor que no esperábamos en Alemania y subimos los bártulos a la habitación soñando con una ducha fresca y poner el aire acondicionado de la habitación, pero no habíamos contado con que este accesorio, indispensable en España, no es habitual en estos lares y la habitación lo más parecido que tiene es un ventilador. Mira que estamos en un hotel de cadena internacional (NH) y con cuatro estrellas, pero nada, si quieres estar fresco te abanicas.

Nos duchamos y vestimos informales y el Negro y yo nos vamos a buscar una lavandería que traía controlada desde Córdoba para poder hacer la colada de mitad de viaje y no tener que cargar con más ropa de la necesaria. Mientras, dejamos a Pepe y Manolo en el italiano que hay bajo el hotel tomando una cerveza y esperándonos para cenarnos una pizza.

La verdad es que la experiencia en la lavandería tuvo su gracia, porque ninguno de los dos habíamos usado este servicio nunca y no sabíamos cómo hacerlo y todas las instrucciones estaban en riguroso alemán. Pedimos ayuda a una amable joven que estaba esperando su colada que no salía de su asombro de lo negados que estábamos en la materia y que se echó las manos a la cabeza cuando vio la cantidad de detergente que usamos. Como la colada iba a tardar más de lo que esperábamos y además la ropa que teníamos en la lavadora no necesitaba de nuestra supervisión, decidimos salir a buscar una cerveza fresquita y encontramos cuatro Paulaner (primero dos y luego otras dos, todo a su tiempo) que nos hicieron mucho más llevadera la espera. Fuimos buenos y avisamos a los otros que íbamos a tardar y que si querían que fueran cenando.

Cuando acabó la colada nos volvimos al hotel y bajamos a cenar al italiano donde nos esperaban nuestros amigos. O al menos eso esperábamos, porque no nos habían esperado. Estaban allí, pero con un tablón impresionante que no les dejaba ni explicarse.  Con un poco de paciencia conseguimos entender que habían pedido pizza y una botella de vino blanco. La pizza la regaron con aceite picante sin probarlo primero y por lo visto era más de lo que podían soportar sus papilas gustativas y tuvieron que intentar apagar el fuego de su garganta con vino. Tres botellas se bajaron en el intento en un cortísimo tiempo y claro, acabaron como las Grecas.

Cenamos nosotros y cuando ya estaba cerrando el restaurante pedimos información por un sitio para tomar una copa. La cara del camarero era un poema intentando entender qué pretendíamos hacer a esa hora en la calle, pero al final, no sin dificultades, encontramos un sitio para tomar una copa relajados y preparar la visita a Munich. La copa se acabó y pedimos otra ya que al día siguiente no había que coger la moto y no había que madrugar, pero al servírnosla nos dijeron que en media hora cerraban, así que a las 12 enfilamos para el hotel sin otra alternativa. Con razón se vienen de vacaciones a España y se vuelven locos…

La verdad es que estamos felices. Se nos nota en la cara que hemos cumplido un sueño y hemos sido capaces de llegar en nuestras motos a Alemania. Mucha gente pensará que no es para tanto, que en avión estás en tres horas, pero no es la distancia. Es el tomar la decisión de hacerlo, de salir de tus rutinas y embarcarte en un viaje en un medio de transporte incómodo y peligroso simplemente por el gusto de estar montado en tu moto y ver desde ella las maravillas que hemos contemplado. Y es que cuando viajas en moto, tú estás en el paisaje, te fundes con él y perteneces al entorno. Si llueve te mojas, si hace calor sudas y si te equivocas te tragas el paisaje, y eso no tiene nada que ver con viajar en avión, en tren o en coche.

Y el que no lo entiende, por mucho que se lo expliques, nunca lo entenderá.


 

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