ALPES 2019.- EL PUERTO DE LOS PUERTOS

Amanece un día cálido en Munich y nos reunimos todos frente a otro copioso desayuno al estilo alemán. Se nos nota el nerviosismo en la mirada y las ganas de volver a montarnos en moto. Todos coincidimos en que aunque solamente hayamos estado un día sin cogerlas, tenemos unas ganas terribles de volver a la carretera y devorar kilómetros. Ha estado bien esta parada a mitad de viaje para reponer fuerzas y conocer la ciudad, pero aquí hemos venido a montar en moto y ya lo echamos de menos.


Salimos temprano con el objetivo de acercarnos al BMW Welt, la fábrica, museo y concesionario de BMW y dar una vuelta ya que casi todos somos usuarios de la marca. Lógicamente no podemos pararnos a hacer la visita completa porque se nos iría la mañana y tenemos que cumplir un itinerario, pero por lo menos lo vemos y nos hacemos la foto de rigor. Esto de viajar en moto está bien para, aparte de disfrutar de nuestra afición, conocer sitios nuevos y más adelante volver con la familia en plan más tranquilo y disfrutarlo. Siempre he dicho que si quiero conocer París me cojo un avión y cinco noches de hotel y no pierdo el tiempo en llegar allí en moto. Si llego en moto es una etapa más y no me paro más de un día.



Hecha la foto, programamos el navegador para que nos saque de la ciudad pero algo hacemos mal porque nos da una ruta completa por todo el centro y tras una hora de tráfico urbano acabamos de nuevo ante la puerta de nuestro hotel. Ahora sí conseguimos salir de la ciudad y elegimos ruta por carreteras secundarias dirección a Austria. La verdad que este primer tramo no tiene ningún aliciente, todo el rato pasando por rotondas y poblaciones con mucho tráfico, hasta que poco a poco nos vamos acercando al país vecino y empezamos a subir de nuevo.

Cuanto más nos acercamos a los Alpes más se nubla el día, pero más disfrutamos de nuevo los paisajes y la carretera. Para mí es un gran descubrimiento Austria, o al menos la zona del Tirol que es la que estamos atravesando. Es una zona espectacular, todo verde y montañoso en la que no destacan grandes puertos como los que hemos pasado días antes, pero que discurre muy alta entre valles y montes. Además, y para mi sorpresa descubro que es un país barato. La gasolina es más barata que en España, igual que la bebida y la comida en cafeterías o áreas de servicio. La pega es que las botellas de agua terminan costando el doble porque por mucho que lo intentemos evitar, siempre cogemos agua con gas y tenemos que volver a comprar agua normal. Y además nos damos cuenta al beber, con lo que pagas doble sí o sí.

Tenemos un par de paradas en ruta para abastecernos y buscar pegatinas para la moto (qué difícil, por cierto, hacerle entender a esta gente lo que queremos, y mira que hablan inglés) y al final nos acabamos despistando porque yo tiro para una gasolinera y el resto sigue. Pero bueno, una aventurilla de este tipo viene bien en este tipo de viajes.

El día cada vez está más nublado y al final, justo cuando estamos pasando junto a un lago encajado entre montañas empieza a llover. Al principio confiamos en que sea solamente unas gotillas, pero con paciencia se va convirtiendo el chaparrón que da paso a un aguacero en condiciones, así que no nos queda otra que ponernos los trajes de agua. Llegamos a la frontera con Italia y hacemos coincidir la hora con el hambre y aprovechamos una pizzería estratégicamente situada en tierra de nadie y nos paramos a comer. Solamente nos ofrecen pizza porque la cocina ya ha cerrado, y como no queremos cargarnos mucho para seguir camino pedimos dos familiares para compartir.

Manolo va al baño y a la vuelta nos dice que nos hemos equivocado, que ha visto pizzas en otra mesa y son pequeñas y tal vez nos quedemos con hambre. Decidimos no pedir más y así ir más ligeros. Y menos mal, porque cuando llegan la dos pizzas nos enfrentamos a dos ruedas de molino con relleno por encima que además estaban espectaculares. Las mejores pizzas que hemos comido en el viaje y nos las han puesto en Austria. Aun a riesgo de colapso, terminamos las dos pizzas y pedimos cafés y cuenta para seguir camino. Definitivamente me encanta Austria. Hemos pagado un precio ridículo por estas dos maravillas culinarias (unos 50 € incluyendo bebidas y cafés) y nos ponemos de nuevo el traje de agua para entrar en Italia.





La tarde está totalmente cubierta y aunque ahora mismo no llueve, es evidente que en breve volverá a jarrear, pero eso no nos hace desistir de nuestro destino y entre curvas y montañas nos vamos acercando a nuestra gran meta de hoy. El Stelvio.

Justo cuando nos estamos acercando al inicio del puerto empieza a llover de nuevo. No es una lluvia muy intensa pero no es la situación más agradable para subir este puerto. En cualquier caso nos ponemos de acuerdo en que cada cual vaya a su ritmo y nos vemos arriba. No se trata de que nadie tenga que forzar la máquina y pasar un mal rato, sobre todo pensando en los compañeros que tienen menos experiencia en moto.

El Stelvio ha trascendido de ser un puerto de montaña a ser un mito, sobre todo entre ciclistas y motoristas. Es el segundo puerto más alto de los Alpes (ya estuvimos en el primero), pero su fama le convierte en el más reconocido, hasta el punto que da nombre hasta a modelos e coche. Sus 48 tornanti (curvas de herradura) de subida nos desplazan por un paisaje alpino espectacular en una continua subida que pone a prueba la pericia del más pintado. Parece que no es para tanto, pero negociar estas curvas de 180 grados con una inclinación brutal es complicado, sobre todo con el suelo mojado y la persistente lluvia, máxime si te cruzas en esa curva con algún vehículo o incluso alguna caravana o autobús como nos ocurrió.

Llegar arriba es un subidón de adrenalina, la sensación de haber cumplido una misión complicada a la par que un puntito de nostalgia al saber que ya lo has concluido y tienes que seguir viaje. Pensamos bajarlo y volverlo a subir, pero el día no acompaña y además a alguno del grupo le ha costado trabajo llegar y no está para repetir. Nos hacemos mil fotos en diferentes ubicaciones de la cima y al final no nos queda más remedio que seguir la ruta ya que allí arriba no hay más que un tenderete de recuerdos y con este día no hay mucho más que hacer. Una pena que el día esté nublado y nos impida disfrutar de los paisajes que a buen seguro tiene que ofrecer esta localización, pero bueno, así tendremos la excusa para volver en el futuro.






La ruta de bajada, aunque sea muy bonita, no es ni mucho menos como la de subida. El trazado es más rectilíneo y rápido lo que ofrece otro tipo de conducción que también nos gusta, pero lo que buscas en este puerto es la subida por la vertiente este. Además sigue lloviendo y tampoco se trata de correr demasiado y perder tracción en alguna de estas curvas porque la caída puede ser jodida.

Después de un recorrido muy entretenido llegamos a la localidad de Bormio con un tiempo un tanto indefinido. Está lloviendo poco y según por dónde y con qué intención mires, parece que quiere abrir. No tendría mucho sentido esta reflexión si no fuera porque ante nosotros se abre una alternativa, continuar con el plan bajando por Santa Caterina y subir el Mortirolo, puerto mítico del Giro de Italia, o tomar el camino recto hacia Sernio que es donde tenemos reservado hotel para pasar la noche.

Tras mucho dialogar (nunca discutir) sobre la mejor opción decidimos dividirnos en dos grupos. Por un lado Manolo y Pepe alegan que ya han tenido puertos y lluvia suficiente por hoy y se van directos al hotel por la carretera principal y cruzando infinidad de túneles. Por el otro, el Negro y yo decidimos que tampoco llueve tanto, que parece que va a abrir y que no sabemos si vamos a volver por este lado del mundo y que en consecuencia, queremos ir a por el puerto que estaba previsto.

Dicho y hecho, dividimos nuestros caminos con la mejor de las sonrisas y nos emplazamos para un rato después en el hotel.

Al principio parece que el tiempo nos respeta, pero no es más que un espejismo. No hemos recorrido más de diez o doce kilómetros cuando el cielo decide cambiar su color por un negro cerrado y descargar sobre nosotros uno de los mayores aguaceros que yo haya soportado encima de una moto. Con tanta agua casi ni se ve la carretera, así que nos paramos en el arcén. Revisamos el GPS y nos dice que en un par de kilómetros hay un pueblo, así que decidimos ir hacia allí y cobijarnos en algún sitio.

Logramos llegar a un pueblo desierto y paramos en un soportal junto a un supermercado abierto en el que compramos unos refrescos para esperar que pase el chaparrón, cuando entablamos conversación con una señora que al conocer nuestra intención de subir el Mortirolo reprime su intención de llamar a los Carabinieri para que nos detengan y nos dice que eso es imposible. Dice que con esta lluvia el acceso es muy peligroso y que lo más probable es que el puerto esté cerrado por la lluvia, así que nos recomienda volver grupas y regresar con el rabo entre las piernas.

Con esas noticias y pensando fríamente decidimos que lo mejor es seguir su consejo y ya más relajados nos tomamos nuestro refresco y en una ventana de agua empezamos el camino inverso al que hemos traído un poco decepcionados pero seguros de nuestra decisión. Enfilamos para el hotel y cada vez llueve menos hasta que ya casi llegando al hotel para de llover y no volverá a hacerlo en toda la noche. No habremos subido el Mortirolo, pero por lo menos teníamos razón y el tiempo mejora.


Nos reencontramos con el resto del grupo que nos reciben con las inevitables risas, bromas y asignaciones de motes para el resto del viaje. Ellos ya están duchados y tomando una cerveza en la terraza del hotel y a nosotros el dueño del mismo nos lleva hasta una especie de garaje privado lleno de trastos donde caben las cuatro motos y tendemos toda la ropa empapada. Nos indica nuestra habitación y comprobamos que somos los únicos huéspedes del hotel para esa noche, lo que nos hace temer que no haya suficiente reserva de cervezas para todos.

Ya secos y vestidos de corto nos reunimos todos alrededor de varias cervezas que nos acompañan en las batallitas del día y ante la ausencia de restaurante en el hotel decidimos acudir de nuevo a nuestras reservas de jamón y nos damos otro homenaje español lejos de nuestra patria. El dueño del hotel lo llama prosciutto cuando viene a traernos otra ronda de cervezas y la indignación que sufrimos nos hace darle un poco de jamón para que lo pruebe y reniegue de lo que ha dicho. Los ojos que pone al probarlo lo dicen todo y sabemos que ha captado la diferencia entre ambos productos.

Y así, como casi todas las noches, terminamos la jornada entre risas y camaradería hasta que nos retiramos a descansar. Hoy nos lo hemos merecido.



Comentarios