Vivir en Córdoba tiene muchas
ventajas siempre que no hablemos del calor. Es una ciudad fantástica, no por
casualidad es la única ciudad del mundo que cuenta con cuatro declaraciones de
patrimonio de la humanidad. Tiene el tamaño perfecto para ser gran ciudad (la número
doce según el último registro que he visto) pero poder manejarla cómodamente,
además tiene conexión Ave con Madrid, Sevilla o Málaga que ofrecen todo lo que
aquí no podemos encontrar.
En Córdoba se come como en pocos
sitios en España con un nivel muy alto de los locales de restauración y la
gente es agradable donde vayas. Somos andaluces y eso hay que demostrarlo.
Pero si de viajar en moto
hablamos, estamos a mil kilómetros de los Pirineos.
Cualquier viaje internacional que
quieras hacer se lleva dos etapas maratonianas de ida y vuelta a la frontera,
de esas que ponen a prueba la afición del más pintado. La de ida se lleva
porque vas con la ilusión del viaje, pero la de vuelta…
No nos quedaba otra opción que
quedar temprano. El ferry destino Italia salía de Barcelona a las 00:30 y había
que estar en el puerto al menos dos horas antes. Los 900 kilómetros que nos
esperaban, las necesarias paradas para descansar, comer y repostar y el
prudente margen de maniobra que siempre hay que tener en estos casos nos
emplazó en el área de servicio a las 7:30.
Abrazos de sincera amistad, risas nerviosas y revisión visual a la impedimenta de cada uno nos llevaron a tomar el primer café de la mañana y salir sobre las 8. La idea: parar cada 200 km., descansar, repostar y continuar.
Los primeros kilómetros se hacen
muy fluidos. El frescor de la mañana y las ganas de carretera nos llevaron en
volandas pese al tedio de la autovía. Un control de la Guardia Civil nos saca
de la autovía y decidimos atrochar por El Jardín para meter algo de curva en la
ruta de ida. Ya en carretera nacional paramos a desayunar un magnífico
bocadillo que merecía una cerveza pero se quedó en refresco de cola. Como
siempre pasa en estos viajes, es en esta primera parada donde de verdad
empiezas a comentar los detalles del viaje, lo que has echado en las maletas y
lo que se te ha olvidado. Lo que llevas y lo que dejas, y no hablo de maletas
en este caso.
El resto de la jornada discurre por aburridas autovías, repostajes carísimos y menú de área de servicio, ideal para aquellos que se limitan a alimentarse y dejan de lado eso de comer. Por fin, a las 20:00 llegamos a Barcelona y sin pérdida ni demora aparcamos en el puerto frente a Cristóbal Colón (a ver cuánto tarda algún iluminado en querer quitarlo por cualquier motivo).
Tras un innecesario paseo por las
instalaciones del puerto llegamos a la terminal de Grimaldi donde nos informan
que nuestro barco sale con tres horas de retraso. Evidentemente eso conlleva
que llegará con retraso a Civitavecchia. En lugar de las 20 horas, a las 23.
Eso nos supone un problema porque el establecimiento que tengo reservado para
dormir nos ha dicho que la hora tope de recepción son las 22. Se lo comentamos
a las administrativas de la naviera y una de ellas llama al hotel en perfecto
italiano, por aquello de ser su lengua materna, y consigue que nos dejen las
llaves en la pizzería que hay junto a ellos hasta las 23:30. Problema resuelto.
Con ese panorama cogemos la moto
y nos vamos a cenar a Barcelona. Un par de terrazas y un tapeo nos convencen de
comprar unas cervezas e hielo en un 24 horas frente al puerto para amenizar la
espera en el muelle.
Esperando el ferry hay muchas
motos, la mayoría con matrícula italiana, ya de vuelta de sus vacaciones.
Algunas cervezas y conversaciones con los parroquianos nos hacen la espera más
llevadera hasta que nos dan la orden de subir al barco. Como es la primera vez
y el grupo de motos es grande, tenemos un subidón tremendo en algo tan trivial
como meter la moto en un garaje, pero el viaje es nuestro y nos emocionamos con
lo que queremos.
Ya en cubierta, con ropa de paisano y una cerveza en la mano nos sorprende la cantidad ingente de camiones que tienen que entrar en el barco. A las tres de la mañana estamos rendidos y decidimos retirarnos a nuestra cabina para descansar. Ha sido un día duro tanto en lo físico como en lo emocional y nos merecemos apagar la luz.
El día siguiente nos despiertan
dos noticias. La primera demoledora. El barco ha salido más tarde de las cinco
de la mañana. Cinco horas de retraso que nos complican el alojamiento. La
segunda ahonda en la anterior. El barco no tiene wifi y no podemos gestionar
nada. Si acaso cuando pasemos entre Córcega y Cerdeña se podrá coger el wifi
que viene de la costa.
A problemas sin remedio, litro y
medio, pensamos. Esa idea, genial sobre el papel, se merece una reflexión
cuando comprobamos que las cervezas en el bar del barco se cotizan a 4,50 € y
además no están frías (merecería un estudio aparte el concepto de frío que los
camareros de ferry italianos aplican a las cervezas, concepto por cierto muy
diferente del que mantienen para las cocacolas). Aquí decidimos que lo primero
que compraríamos cuando bajáramos del barco sería una nevera para los
siguientes trayectos por mar que nos esperaban.
Hay poco que hacer en un ferry
mientras esperas llegar a Cerdeña. Parecíamos dos vigías oteando el horizonte
en busca de la ansiada Tierra Prometida. Al final ni la wifi que llega es tan
buena, ni sirve para mucho, así que le asignamos al hermano de Javi la función
de solucionarnos la papeleta del alojamiento en Civitavecchia desde Córdoba.
Nada. El hotel se cierra en banda y no nos da opción pese a haber pagado por
anticipado los 75 € de la habitación. No nos permiten ni siquiera dormir en una
hamaca de la piscina hasta que llegue la hora de apertura. Gracias por la
gestión Rafa.
Al final llegamos a puerto a las dos de la mañana. Poco antes nos conectamos a la red italiana y con mucha suerte pudimos reservar habitación en otro hotel de la ciudad. Y digo suerte porque casi todo el mundo en el barco estaba igual, buscando hotel como locos.
El destino nos tenía preparada
una última sorpresa y es que al llegar a la habitación descubrimos una preciosa
y aparentemente comodísima cama de matrimonio. Con desesperación y por qué no,
algo de pícara curiosidad, nos miramos los dos. Algo en nuestra cara nos dijo
que esa noche no y bajamos a protestar enérgicamente a recepción. Con cara de
asombro y sin ningún problema nos dio las llaves de una habitación con tres
camas. ¿Qué pensaría este tipo cuando nos vio entrar en el hotel? Prefiero no
confirmarlo.
Abrimos la ventana para que
entrara aire, pusimos a cargar los aparatos y caímos en un reparador sueño con
la esperanza quizá de que en la ventana frente a la nuestra amaneciese Sofía
Loren tendiendo la colada.












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