Un rugido atronador me despierta
sobresaltado y temiendo por mi vida. A la luz que se filtra tras las cortinas
de la cabina compruebo que estoy en el ferry destino Croacia y que no hay
ninguna alimaña presta a devorarme. ¿Ya es de día? Miro por la ventanilla y
compruebo que ha amanecido y la costa está frente al barco. No puedo haber
dormido tanto. Compruebo el reloj y son las cinco de la mañana. Madre mía, que
temprano amanece por aquí.
Sé que ya no voy a conciliar de
nuevo el sueño y como mi compañero de viaje duerme "plácidamente", decido salir a
cubierta a descubrir una nueva tierra. El alba me sorprende con una agradable
brisa mientras el sol termina de salir tras los montes hacia los que nos
dirigimos. Es una gozada disfrutar de estas vistas solo en cubierta con el único sonido del barco cortando las olas y el ronroneo del motor. No me canso de contemplar el
paisaje cambiante y aprovecho para hacer fotos y grabar algún video hasta que
comienza el movimiento en el barco. Google maps me confirma que lo que se ve al
fondo es la entrada a Split, así que vuelvo a la cabina a preparar el
desembarco.
Bajamos del ferry sin mucha
complicación y tras el preceptivo control de pasaportes, cuya cola nos hemos
saltado por la cara y por ir en moto (el pobre Javi no está acostumbrado a
estas cosas y se avergüenza de nuestra osadía mientras los conductores de coche
adelantados se resignan, seguramente deseando en otra vida ser como nosotros),
nos dirigimos al centro de Split.
Es una verdadera gozada pasear por lo que antaño fuera el palacio de Diocleciano y que hoy conforma el núcleo del centro histórico cuando la ciudad se está levantando y no hay turistas en ningún sitio. Resulta curioso ver cómo una edificación de este tipo alberga hoy una ciudad cuyos edificios se asientan sobre sus antiguos muros y cimientos. Algunos verán en esto la belleza de lo que últimamente llaman “fusión” o integración. Otros sufrirán al ver cómo un fulano ha mancillado el muro de dos mil años para colocar su ventana con geranios.
La ciudad se despierta y empiezan a abrir los primeros comercios dirigidos al visitante mientras que el mercado local ya está en pleno funcionamiento. Solamente podemos tomar café en un bar junto al mercado en el que el público local llena sus escasas mesas. Siendo el centro de todas las miradas hasta da vergüenza sacar la cámara aquí. Se ve que no están acostumbrados por estos lares a ver a dos cincuentones extranjeros paseando por su ciudad a estas horas. De nuevo prefiero no saber qué piensan de nosotros.
Volvemos a la catedral, antiguo
mausoleo de Diocleciano, pero tenemos que esperar a que abran. No pasa nada. El
entorno es tan bonito y la temperatura tan agradable que se convierte en un
ejercicio de descubrimiento de los detalles que nos rodean. Llegada la hora adquirimos
una entrada conjunta para la catedral, campanario, museo y templo de Jupiter
que disfrutamos en soledad. No es de extrañar que aquí se hayan rodado escenas
de Juego de Tronos. Todo lo que vemos parece un puro escenario de cine. No
puedes creer que todo eso sea real y que sus habitantes lo recorran a diario.
Terminada la visita oficial seguimos paseando por las calles y plazas comprobando que cada vez es mayor el número de personas con cámaras de fotos que vemos deambular. Salimos del recinto, pasamos a visitar la famosa estatua del obispo Gregorio de Nin y volvemos sin seguir un rumbo fijo a las puertas de la catedral que ya no es la que hemos visto antes. Ahora la gente se mueve en grupos homogéneos detrás de un paraguas, abundan los palos selfie y hasta nos topamos con dos centuriones romanos que posan amablemente junto al turista a cambio de unas kunas. Casi me alegro de haberme quedado sin batería y no poder ya tomar fotos del cambio.
Compramos unos recuerdos para la familia y volvemos a nuestras motos para escapar del calor que empieza a notarse y de la masa. No critico el turismo porque yo también soy turista, pero cuando has paseado en silencio por esta maravilla la terminas sintiendo como propia y te duele compartirla con extraños.
Montamos, programamos ruta,
repostamos y unos kilómetros más adelante nos alejamos del bullicio y enfilamos
la carretera que bordea la costa.
En todos los entornos y paisajes
que hemos conocido en este viaje hemos llegado a la conclusión que ninguna
fotografía podría hacerle honor. A lo mejor un video en 4K te acerca más a la
realidad, pero nada será como estar allí y disfrutarlo en persona.
Esto es lo que piensas mientras
recorres la costa por una carretera sinuosa y colocada estratégicamente junto a
un mar de un profundo azul y arropado en su fondo por la silueta de las
numerosas islas que forman el litoral. No hay foto ni video que pueda describir
esta sensación, este continuo balanceo siguiendo el contorno de la costa con la
visera abierta y respirando la brisa del Adriático. De vez en cuando hay que
salir del sueño y adelantar algún vehículo que nos precede, lo que necesita de
toda la atención, pero en seguida vuelves a evadirte y fundirte en el paisaje.
Esta costa no es como las que
solemos frecuentar en nuestras vacaciones. No estamos hablando de largas playas
arenosas donde los turistas se tienden al sol. Aquí la playa es de pequeñas
piedras y no existen grandes extensiones sino pequeños recodos, entradas y
salidas de mar que forman calas y salientes en los que algunos aprovechas para
amarrar sus barcas y otros para colocar sus toallas. Tampoco es una carretera
que discurra entre localidades bien diferenciadas, sino que la edificación es
constante pero no invasiva, lo que provoca que en todo el litoral haya
actividad, aquí un amarradero, allí un restaurante, más adelante un grupo de
sombrillas.
Y es en una de estas salidas
donde decidimos parar a desayunar. Hacemos uso de las reservas que teníamos del
ferry y nos metemos un bocata sentados en una piedra junto a unos pescadores y
casi sin hablar entre nosotros más empeñados en absorber la belleza que nos
rodea. Tiene que ser agradable vivir aquí aunque sea una temporada.
Continuamos nuestra marcha por esta deliciosa carretera que en ocasiones nos eleva sobre el litoral solamente para enseñarnos las mejores vistas de las islas, hasta que por fin empezamos una escalada por una carretera espectacular, de estas que te gustaría recorrer dos veces, una por el trazado y otra por las vistas, que nos lleva sin previo aviso y tras una curva cerrada al interior de Croacia para perder definitivamente de vista el mar.
El paisaje cambia radicalmente hasta el punto que no puedes creer que solamente un kilómetro atrás esté el mar. Estamos en una ruta de montaña pura y dura con lo que ello implica, carreteras sinuosas con un firme algo gastado que nos muestra unas vistas asombrosas de montes y valles. Así seguimos, solos por este páramo, encaminando nuestra rueda hacia el segundo punto de nuestro destino, Bosnia y Herzegovina a la que le dedicaré otra entrada.
Tras nuestro paso por Bosnia,
volvemos a entrar en Croacia donde nos hacemos un picnic junto al río Neretva.
De verdad que disfruto mucho estas comidas cuando viajo en moto. Comprar en un
mercado local productos de la tierra y buscar un entorno agradable para consumirlos
me da esa paz y sensación de implicación con el paisaje que nunca puedes lograr
comiendo en un restaurante.
Seguimos viaje dirección a Dubrovnik no sin antes hacernos la preceptiva foto en la frontera, ya que al llegar en barco no la teníamos del día anterior. No sé por qué, pero el viajero en moto necesita demostrarse a si mismo que ha llegado conduciendo su moto a los sitios que visita y es objeto de orgullo propio y envidia ajena esas instantáneas con el nombre de un país detrás en las que siempre la primera protagonista es su montura. No conozco a nadie que viaje en coche que se pare a fotografiar su vehículo en las fronteras.
¿Qué decir de Dubrovnik? Quien
más y quien menos ha oído hablar de la Perla del Adriático, y los que anden un
poco despistados habrán visto imágenes de Desembarco del Rey.
La verdad es que la ciudad no
defrauda. Tenía mis dudas sobre lo que me iba a encontrar y si no iba a ser
otro parque temático preparado para las cámaras de los turistas como Carcasona,
pero la verdad es que es otro mundo. De entrada, llegando desde la carretera de
la costa (magnífica carretera por cierto, tanto en trazado como en asfalto) te
encuentras con un gran puerto y la ciudad nueva que te hace temer lo peor, pero
en cuanto descubres las murallas ves que la cosa cambia. Hay un gran
aparcamiento junto a la muralla que cuenta con muchas plazas exclusivas para
moto que te facilita mucho la visita y desde ahí enfilas unas escaleras
infinitas que te bajan a la ciudad y que te hacen temer la vuelta.
No sé si sería por la hora o tuvimos suerte con el día, pero no encontramos la ciudad masificada de turismo de crucero que esperábamos. Había gente, claro, pero de forma muy asumible e incluso agradable. Es una gozada pasear por esta ciudad, sus calles principales y secundarias, sus plazas, templos y el puerto. No dimos el imprescindible paseo por las murallas porque el tiempo apremiaba, pero seguro que lo haré en una futura visita.
Es curioso que entre todas las
tiendas oficiales (o no) de merchandising de Juego de Tronos todavía hay alguna
de recuerdos normales de la ciudad, así que nos agenciamos unas camisetas y
salimos de la ciudad por su puerta principal evitando con ello la infame
escalera y tomamos camino hacia el parking.
Salimos definitivamente de Croacia en esas horas previas al atardecer en que la luz tiñe de sueños la costa y sus pueblos, prometiéndonos que más pronto que tarde tendremos que volver.
































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